martes, 27 de mayo de 2008

Centenario de la muerte de Juan Ramón Molina

MADRE MELANCOLIA

A tus exangües pechos, Madre Melancolía,
he de vivir pegado, con secreta amargura,

por que absorbí los éteres de la filosofía

y todos los venenos de la literatura.


en vano –fatigada de sed el alma mía-
sueña con una Arcadia de sombra y de verdura,

y con el don sencillo de un odre de agua fría
y un racimo de dátiles y un pan sin levadura.

Todo el dolor antiguo y todo el dolor nuevo

mezclado sutilmente en mi espíritu llevo

con el extracto de una fatal sabiduría.


Conozco ya las almas, las cosas y los seres,

he recorrido mucho las playas de Citeres…
¡Soy tu hijo predilecto, Madre Melancolía!

AUTOBIOGRAFIA

Nací en el fondo azul de las montañas
hondureñas. Detesto las ciudades,
y más me gusta un grupo de cabañas
perdido en las remotas soledades.
Soy un salvaje, huraño y silencioso
a quien la urbana disciplina enerva,
y vivo –como el león y como el oso
prisioneros -soñando en la caverna.

Fue mi niñez como un jardín risueño,
donde –a los goces de mi edad esquivo-
presa ya de la fiebre del ensueño,
vagué dolientemente pensativo,
sordo a la clamorosa gritería
de muchos compañeros olvidados,
que fue cegando sin piedad la fría
hoz implacable de los negros hados.
¡Todos cayeron en la fosa oscura!
Fue para ellos la vida un triste dolo,
y –el corazón preñado de amargura-
me ví de pronto inmensamente solo.
¿Qué se hizo aquel cuya gentil cabeza
era de sol? ¿El jovencito hercúleo
que burlaba en la lucha mi destreza?
¿El dulce efebo de mirar cerúleo?
¿El que bajaba el más lejano nido?
¿El más alegre y mentiroso? ¿El zafio?
¡Para los tristes escribió el olvido,
en el nómade viento, un epitafio...!
¡Hada buena la muerte fue para ellos!
No conocieron el dolor. La adusta
vejez no echo cenizas en sus cabellos,
ni doblego su juventud robusta!

Desde mi infancia fui meditabundo,
triste de muerte. La melancolía
fue mi mejor querida en este mundo
pequeño, y sigue siendo todavía.
Sentí en el alma un natural deseo
de cantar. A la orilla del camino,
hallé una lira –no cual la de Orfeo-
y obedezco el mandato del destino,
tan ciegamente, que mañana –cuando,
tránsfuga de la vida, me despierte –
quizás celebre madrigalizado
mis tristes desposorios con la muerte.
No he sido un hombre bueno. Ni tampoco
malo. Hay en mí una dualidad extraña:
tengo mucho de cuerdo, algo de loco,
mucho de abismo y algo de montaña.
Para unos soy monstruosamente vano;
para otros muy humilde y muy sincero:
al viejo Job le hubiera dicho –Hermano:
dame tus llagas y tu estercolero.
Una existencia asaz contradictoria
de placer y de dolor, de odio y de arrullo,
ha agitado mi ser: tal es la historia
de mi sinceridad y de mi orgullo.
Goces mortales y terribles duelos,
toda ventura y toda desventura,
exploraciones por remotos cielos,
enorme hacinamiento de lectura;
despilfarro de vida sensitiva,
abuso de nepentes; los cilicios
mentales; l´alma como carne viva,
la posesión de prematuros vicios;
las miserias del medio; ansias de gloria
que llega tarde; estar organizado
para la lucha y la victoria,
y ser, a pesar de eso, un fracasado.

¡Todo conspira a hacer horriblemente
triste al que asciende las mentales cumbres
y a que cruce –con rostro indiferente
o huraño –entre las vanas muchedumbres!
¡Ah, mi primera juventud! La cierta,
la única juventud, la que es divina!
“Lejos quedo la pobre loba, muerta,”
asesinada por mi jabalina.
Al mirarme al espejo ¡cuan cambiado
estoy! No me conozco ni yo mismo;
tengo en los ojos, de mirar cansado,
algo de miedo del que ve un abismo.
Tengo en la frente la indecible huella
de aquel que ha visto, con la fe perdida,
palidecer y declinar su estrella
en los arcanos cielos de la vida.

Tengo en los labios tímidos –en esos
labios que fueron una rosa pura-
la señal dolorosa de mil besos
dados y recibidos con locura
en dulce cita o en innoble orgía,
cuando, al empuje de ímpetus fatales,
busqué siempre la honrosa compañía
de los siete pecados capitales;
Y era mi juventud, en su desgaire,
como un corcel de planta vencedora,
que se lanzaba a devorar el aire,
relinchando de júbilo a la aurora.
Tengo en todo mí ser, donde me obliga
algo a callar mi doloroso grito,
una inmensa fatiga: la fatiga
del peso abrumador del infinito.
La gran angustia, el espantoso duelo,
de haber nacido, por destino arcano,
para volar sin tregua en todo cielo
y recorrer sin rumbo todo océano.

Para sufrir el mal eternamente
del ensueño; y así, meditabundo,
vivir con las pupilas fijamente
clavadas en el corazón del mundo
en el misterio del amor sublime,
en la oculta tristeza de las cosas,
en todo lo que calla o lo que gime,
en los hombres, las bestias y las rosas,
y dar a los demás mi risa o llanto
la misma sangre de mis venas, todo,
en la copa mirífica del canto,
hecha de gemas, de marfil o lodo;
y no dejar para mis labios nada;
y vivir, con el pecho dolorido,
para ver que al final de la jornada,
mi sepultura cavará el olvido
Hoy, llegue a la cumbre de los años,
ante la ruta que mis pies se extiende,
pongo los ojos, de terror, huraños;
¡mas exclama una voz: ¡sigue y asciende!
Mas ¿para qué, Señor? ¡Estoy enfermo!
¡Me consume el demonio del hastió!
¡Toda la tierra para mi es un yermo
donde me muero de cansancio y frió!
He abrevado mis ansias de sapiencia
en toda fuente venenosa o pura,
en los amargos pozos de la ciencia
y en el raudal de la literura

Poema de Juan Ramón Molina

EL AGUILA

Y el águila exclamó con voz terrible:
-En una cuenca informe
nací, en esta montaña inaccesible,
que fue tal vez la enorme
atalaya de rocas de granito
que a una raza de cíclopes sirviera
para explotar con su pupila fiera
la vacua infinidad de lo infinito.

Un pálido crepúsculo
-tímido heraldo del glorioso día-
Envolvió suavemente la nidada
donde mi vieja madre aletargada
con su robusto cuerpo me cubría.

Saqué llena de anhelos,
de bajo el ala tibia y protectora
la cabeza. En los cielos
donde quedaban de la sombra rastros,
iba apagando la rosada aurora
las temblorosas luces de los astros
con su soplo sutil. En ese instante
surgió, tras la muralla de los montes,
el nuevo sol, magnifico y radiante:
mientras que los corceles de la noche
huyendo por los claros horizontes,
desbocados e inciertos,
en el profundo foso del vacío,
heridos por mil flechas inflamadas,
se desplomaron muertos.

Mi madre, al despertar, abrió las alas
a una cresta bravía,
y allí, posada en ademán soberbio,
contempló con el ojo dilatado
aquel sol que subía
como un globo de púrpura incendiado.
A las grandes alturas
después tendió su vuelo,
cruzando sobre valles y llanuras,
siguiendo la enriscada cordillera
hasta perderse en el confín. Llegaba
el sol a la mitad de su carrera
cuando volvió a su nido de ramajes,
con un níveo cordero hecho pedazos,
dando gritos salvajes,
sacudiendo aletazos.

Luego crecí, volé con fuerzas
a las rocas cercanas;
después, valor cobrando,
volé a las yermas cúspides lejanas
que coronan gritando
las venerables águilas ancianas.
Y hoy ya lanzada sin temor al viento,
trazo en él espirales
y puedo en un momento
subir a las regiones celestiales;
y tiene tal audacia y tal aliento
mi poderoso vuelo vagabundo
que, ni siquiera un día
sin detenerse a descansar podría
darle la vuelta al mundo.

Mi aspecto es muy altivo:
el moño de mi testa se asemeja
el penacho guerrero
de un noble paladín. Un ojo vivo
y grande, bajo el arco de mí ceja,
se hunde lleno de luz. De fino acero
y con forma de gancho
es mi terrible pico,
firme y cortante, poderoso y ancho.
Mi cabeza marcial que el aire peina
es redonda, pequeña y bien formada;
me ciñe el cuello, cual si fuera reina
magnifico collar. Mis alas rudas
son dos alas tremantes
de plumas puntiagudas
compactas y brillantes,
que después de cubrir el atrevido
pecho que tengo, bajaran más breves
a resguardar mi torso que se ha hundido
en todas las entrañas y las nieves.
Son ásperos mis dedos. Y las uñas,
con que a la piel del que vencí me aferro
son hechas con el hierro
de las cotas y lanzas. Es leonado
mi espléndido color, mi ademán noble,
y me palpita un corazón osado
en un cuerpo más sólido que un roble.
La mirada del lince no es más fina
que la que amenazante
echo, sobre reptiles y cuadrúpedos
desde la cima del cenit radiante,
coronando de rayos. Si me poso
al borde de un peñón hendido a tajo,
y una invisible mano arranca al monte
una roca de cuajo
lanzándola al abismo, pongo atento
oído al rumor hondo,
y recojo el estrépito violento
que sube retumbando desde el fondo.

Después que atisbo a la confiada victima
que en el llano o en el árbol me provoca,
pliego el ala de súbito,
y más veloz que el rayo fulminante
caigo sobre ella, de rabia loca
hundiéndole las uñas. Aunque luche
por escaparse con esfuerzos vivos,
vencida y desmayada,
queda bajo mis dedos convulsivos
sujeta contra el suelo. La cabeza
con una garra sola
le oprimo con tesón. Abro las alas,
y apoyada en la base de mi cola
gozo escuchando el estertor. El ojo,
que la luz del espacio recogía,
se vuelve turbio y rojo
al bañárseme en sangre. Del pico abierto,
mientras dilata la hórrida agonía,
dejo salir mi lengua palpitante,
semejando una rígida tenaza
que la hoja deslumbrante
saca del fuego de la roja hornaza.

¡Nada me arredra! Si el destino adverso
me depara un encuentro peligroso
con una bestia montaraz y fiera,
me vuelvo más osada y más valiente,
hasta que me alzo victoriosa al cielo
llevándola en mis garras prisionera.

En las febriles épocas del celo
cuando cuida mi dulce compañera
del implume aguilucho, mi polluelo,
devasto el valle que mi vista abarca,
aterro los rebaños y pastores,
y al nido donde tengo mis amores
llevo el botín que cojo en la comarca.

Luego que en un festín de carne cruda
mi apetito he saciado,
cansada, triste y muda,
me voy a reposar sobre una roca
con el buche inclinado.
En las cálidas horas del estío,
en esas horas larga y terribles,
en que parecen que los pies caminan
sobre ascuas invisibles:
en que el sol encendido
va rompiendo las aguas luminosas
de un mar hirviente de metal fundido,
en que abre sudorienta
la tierra sus mil grietas, como bocas
enormes y sedientas
de un sorbo de agua. Cuando el tigre fiero
sestea en su cubil de la espesura
sin pensar en su instinto carnicero;
y abandonando el árido paraje
el antílope busca la frescura
del umbroso follaje
desbordante de savia y de verdura,
cuando el león acezando
retírase a sus cóncavas cavernas
donde la prole está, y allí acaricia
de su querida las velludas piernas
bramando de lujuria y de delicia
al contemplarla tan hermosa, entonces
voy a bañarme al anchuroso río
orlado de nenúfares y espumas,
humedeciendo en el cristal movible
mi clámide de plumas.

Y por la tarde, cuando el sol expira
tras su carrera basta
en su lecho de nubes y arreboles,
vuelvo al hogar, donde me aguarda siempre
mi compañera casta,
aquella que me quiere hace cien soles
con fiel cariño y con amor constante,
desde que pudo verme cierto día
vagando sobre cúspides errante.

En un pequeño quicio
junto a mi hogar, colgado
en las fauces de un hondo precipicio,
las alondras y oscuras golondrinas
sus nidos han formado
con las yerbas más suaves y más finas,
como buscando protección. Alegres
me siguen, si de pronto
en las mañanas tibias
al éter me remonto,
puro y azul, y mi regreso espían
cuando al fulgor postrero
del crepúsculo vuelvo a la montaña,
asomando las tiernas cabecitas
y metiéndolas luego en su agujero
para sacarlas otra vez. No temen
el poder de las águilas,
que no hacen de él alarde
en unos pajarillos infelices,
sino contra el cobarde
milano vil, que en la veraz campiña,
si devoramos una presa, a veces
quiere igualarse con nosotros, cuando,
dignos de su bajeza y su rapiña,
le tocan a él las despreciables heces,

Yo soy la imagen de la fuerza. Nadie
a mis dominios sube
sin que pague muy cara su osadía.
De un rápido aletazo
divido en dos la nube
cuando se atreve a importunarme. Un día
un cazador, oculto entre las breñas,
me disparo sus balas,
y con un solo golpe de mis alas
rodó aturdido por las duras peñas.
Si mi vuelo lo oprime,
el aire de la agreste cordillera
a mis costados gime
cediéndome lugar. Sin sacudidas
me elevo a los espacios audazmente,
con las alas tendidas
y con el cuello rígido.
las ráfagas,
vagabundas e inquietas,
sigué mi huella en turbas ladradoras,
como queriendo conocer conmigo
la cuna en que nacieron los planetas
en cendales magníficos de auroras.

El viejo invierno es el mejor amigo
que tengo por el cielo;
el viejo invierno que una ves al año
de su alcázar de hielo
sale crudo y huraño
y rompiendo los odres de los vientos,
y soltando los líquidos raudales,
cruza por los abismos siderales
ceñidos de relámpagos sangrientos.
Yo conozco las fraguas donde viven
los terribles Vulcanos del vacío
haciendo sus ensayos,
y envueltos en sus mantos –nubarrones
oscuros y andrajosos-
templan los haces de encendidos rayos
al compás de los truenos pavorosos.

Al ruido, los lejanos aquilones
como un tropel de fieras,
rugen desde el confín, los huracanes
despliegan sus fantásticas banderas,
óyense ayes profundos,
derrotados se escapan los vestiglos,
y parece otra ves que se repite
la gestación de los actuales mundos
en el oscuro seno de los siglos.
Al ígneo sol, a él mismo,
lo miré arrebujarse entre su manto,
pálido ya de espanto.
Huí entonces del abismo
ensordecido por aquella guerra,
como por el rumor estrepitoso
de una inmensa catástrofe…
La tierra
tiritaba de pánico y de frío.
y envuelta en la vorágine
de un gran viento bravío
que a su paso tronchaba
de las selvas los árboles gigantes,
llegué a amparar mi tímido polluelo,
en tanto que la sierra vacilaba
sobre su eterna base de diamantes
bajo la inmensa cólera del cielo.

Pero si la borrasca me echa al nido
y ante su ampuje cedo,
¿quien otro me ha infundido
el vergonzoso miedo?
El mar que a la ribera
sujetan con amarras,
ocultas ciegas e inmutables leyes,
no han intimidado mi arrogancia fiera
al azotarme con el furor de las garras
clavadas al peñón. La cruel pantera,
desde su bosque de bambúes frágil
en vano ruge para mí. Y el tigre
manchado, aleve y ágil,
nunca hundirá sus aceradas uñas
en mis carnes. El rudo
rinoceronte de pesados miembros,
de groseras pezuñas
y cuerno poderoso,
no puede echarse sobre mí. Ni el oso
ni el león melenudo,
el rey de los mamíferos feroces,
que asorda con el trueno de sus roncas
y prolongadas voces
el bosque virgen y las cuevas broncas.

Si ellos rugen, yo grito;
si ellos guardan la selva, yo los montes
de entrañas de granito,
los vastos horizontes,
el grandioso infinito.
Si un áspero pelaje
les envuelve la piel, y con furioso
ademán mueven la melena hirsuta,
yo tengo mi plumaje
y mi penacho airoso.
No les envidio la apartada gruta
que tienen en los bosque seculares,
ni sus garras retractiles,
ni sus robustos flancos,
ni sus recios y elásticos ijares,
ni los sutiles trancos,
ni sus hijuelos, ni su joven hembra
que al vagar por cañadas y por cauces
ebria de amor, las fauces
abre gimiendo y el espanto siembra.
Por que en las altas rocas escabrosas
un nido tengo. Por que son mis garras
como las de ellos; y al costado mío
jamás hundirse pudo
la envenenada punta de los dardos
como si fuera un resistente escudo
Porque si tienen círculos de dientes,
yo tengo un pico corvo y acerado
en que han agonizado
retorciéndose en vano mil serpientes.

Y en cambio ¿Quién ostenta
esta movible cauda,
este firme timón en que confío
para lanzarme al piélago bravío
de la oscura tormenta?
¿Quién tiene el ala más potente y rauda
que el ala que yo pongo en movimiento
para cruzar el viento,
para azotar la gigantesca tromba
que como cono hacia los cielos sube
del irritado abismo de los mares,
como si Dios, oculto en una nube,
tirara de la red de grandes olas
donde se agitan monstruos a millares?
¿Quién tiene esta pupila irresistible
que al espacio sin límites se tiende
fulgurante y terrible,
que es igual a una llama,
si la salvaje cólera la enciende
o si el amor la inflama:
que percibe –al cernerse al medio día bajo los cielos altos-
el vaivén de una rama,
el corderillo en la florida loma,
de la liebre los saltos
y el volar de una candida paloma.
Que en la serena noche despejada,
de estrellas rutilantes coronada,
mira brillar a Marte
en el fondo del claro firmamento
como si fuera un ojo
fijo, enorme y sangriento?

Jove, que fue el señor de la ancha esfera,
me destinó, en decretos inmortales,
a ser su mensajera,
a conducir los rayos celestiales,
y al quedar para siempre desolado
su hermoso cielo, de esplendores lleno,
al extinguirse en el azul sagrado
la alegre carcajada de los dioses
y el olímpico trueno,
triste vagué en el clamoroso espacio
por misteriosas fuerzas sacudido,
y fui a formar mi inaccesible nido
más allá de las cúspides del Lacio.

Yo de la humanidad civilizada
miré el día primero
deslizarse tranquilo,
y he conocido el báculo de Homero
y la calva de Esquilo.
Yo soy hermana de los genios. Ellos,
con su numen ardiente,
vuelan también a la región del cielo
a libar con anhelo en la copa del éter transparente
de la alma luz.
Yo soy el ave noble
el ave de la gloria,
que los guerreros rudos
conducen como nuncio de victoria.

Yo estoy en los escudos
donde se embotan las espadas fieras,
en los cascos de bronce,
en las sacras banderas.

Yo soy la reina de las aves. Todas,
desde aquella que entona sus cantares
en la verde arboleda,
hasta el petrel que sin temores rueda
sobre el lomo encrespado de los mares,
del huracán bajo la cruda saña,
sujétanse a mi inmenso poderío;
mi trono es la montaña
y mi reino el vacío.
Yo soy emblema del valor. ¿Quién puede
intimidarme alguna vez? ¿Qué obstáculo
ante mi vuelo triunfador no cede?
¡Nadie mi libre voluntad sujeta!
El hombre, ese verdugo,
que dice ser el dueño del planeta,
no me ha impuesto su yugo¡
¿Qué leyes obedezco? ¿Qué ominoso
poder mis fieros ímpetus dirige?
En la tierra y el mar, ¿Quién mas pujante?
Ni el que los orbes inflamados rige
con su cetro gigante
puede causar al águila un desmayo!
¡No puede ni Dios mismo…!

Calló el ave blasfema…
En ese instante
un indignado y repentino rayo,
hecha cadáver la arrojo al abismo
en espantosa rotación. El trueno,
de pavorosas amenazas lleno,
bramó desde el confín del horizonte:
y un negro nubarrón que descendía,
una lagrima fría
vertió sobre la cúspide del monte!

“Quien escribió este poema, Águila el mismo debe de ser”

Emilio Castelar

Político y Orador Español