martes, 27 de mayo de 2008

Centenario de la muerte de Juan Ramón Molina

MADRE MELANCOLIA

A tus exangües pechos, Madre Melancolía,
he de vivir pegado, con secreta amargura,

por que absorbí los éteres de la filosofía

y todos los venenos de la literatura.


en vano –fatigada de sed el alma mía-
sueña con una Arcadia de sombra y de verdura,

y con el don sencillo de un odre de agua fría
y un racimo de dátiles y un pan sin levadura.

Todo el dolor antiguo y todo el dolor nuevo

mezclado sutilmente en mi espíritu llevo

con el extracto de una fatal sabiduría.


Conozco ya las almas, las cosas y los seres,

he recorrido mucho las playas de Citeres…
¡Soy tu hijo predilecto, Madre Melancolía!

AUTOBIOGRAFIA

Nací en el fondo azul de las montañas
hondureñas. Detesto las ciudades,
y más me gusta un grupo de cabañas
perdido en las remotas soledades.
Soy un salvaje, huraño y silencioso
a quien la urbana disciplina enerva,
y vivo –como el león y como el oso
prisioneros -soñando en la caverna.

Fue mi niñez como un jardín risueño,
donde –a los goces de mi edad esquivo-
presa ya de la fiebre del ensueño,
vagué dolientemente pensativo,
sordo a la clamorosa gritería
de muchos compañeros olvidados,
que fue cegando sin piedad la fría
hoz implacable de los negros hados.
¡Todos cayeron en la fosa oscura!
Fue para ellos la vida un triste dolo,
y –el corazón preñado de amargura-
me ví de pronto inmensamente solo.
¿Qué se hizo aquel cuya gentil cabeza
era de sol? ¿El jovencito hercúleo
que burlaba en la lucha mi destreza?
¿El dulce efebo de mirar cerúleo?
¿El que bajaba el más lejano nido?
¿El más alegre y mentiroso? ¿El zafio?
¡Para los tristes escribió el olvido,
en el nómade viento, un epitafio...!
¡Hada buena la muerte fue para ellos!
No conocieron el dolor. La adusta
vejez no echo cenizas en sus cabellos,
ni doblego su juventud robusta!

Desde mi infancia fui meditabundo,
triste de muerte. La melancolía
fue mi mejor querida en este mundo
pequeño, y sigue siendo todavía.
Sentí en el alma un natural deseo
de cantar. A la orilla del camino,
hallé una lira –no cual la de Orfeo-
y obedezco el mandato del destino,
tan ciegamente, que mañana –cuando,
tránsfuga de la vida, me despierte –
quizás celebre madrigalizado
mis tristes desposorios con la muerte.
No he sido un hombre bueno. Ni tampoco
malo. Hay en mí una dualidad extraña:
tengo mucho de cuerdo, algo de loco,
mucho de abismo y algo de montaña.
Para unos soy monstruosamente vano;
para otros muy humilde y muy sincero:
al viejo Job le hubiera dicho –Hermano:
dame tus llagas y tu estercolero.
Una existencia asaz contradictoria
de placer y de dolor, de odio y de arrullo,
ha agitado mi ser: tal es la historia
de mi sinceridad y de mi orgullo.
Goces mortales y terribles duelos,
toda ventura y toda desventura,
exploraciones por remotos cielos,
enorme hacinamiento de lectura;
despilfarro de vida sensitiva,
abuso de nepentes; los cilicios
mentales; l´alma como carne viva,
la posesión de prematuros vicios;
las miserias del medio; ansias de gloria
que llega tarde; estar organizado
para la lucha y la victoria,
y ser, a pesar de eso, un fracasado.

¡Todo conspira a hacer horriblemente
triste al que asciende las mentales cumbres
y a que cruce –con rostro indiferente
o huraño –entre las vanas muchedumbres!
¡Ah, mi primera juventud! La cierta,
la única juventud, la que es divina!
“Lejos quedo la pobre loba, muerta,”
asesinada por mi jabalina.
Al mirarme al espejo ¡cuan cambiado
estoy! No me conozco ni yo mismo;
tengo en los ojos, de mirar cansado,
algo de miedo del que ve un abismo.
Tengo en la frente la indecible huella
de aquel que ha visto, con la fe perdida,
palidecer y declinar su estrella
en los arcanos cielos de la vida.

Tengo en los labios tímidos –en esos
labios que fueron una rosa pura-
la señal dolorosa de mil besos
dados y recibidos con locura
en dulce cita o en innoble orgía,
cuando, al empuje de ímpetus fatales,
busqué siempre la honrosa compañía
de los siete pecados capitales;
Y era mi juventud, en su desgaire,
como un corcel de planta vencedora,
que se lanzaba a devorar el aire,
relinchando de júbilo a la aurora.
Tengo en todo mí ser, donde me obliga
algo a callar mi doloroso grito,
una inmensa fatiga: la fatiga
del peso abrumador del infinito.
La gran angustia, el espantoso duelo,
de haber nacido, por destino arcano,
para volar sin tregua en todo cielo
y recorrer sin rumbo todo océano.

Para sufrir el mal eternamente
del ensueño; y así, meditabundo,
vivir con las pupilas fijamente
clavadas en el corazón del mundo
en el misterio del amor sublime,
en la oculta tristeza de las cosas,
en todo lo que calla o lo que gime,
en los hombres, las bestias y las rosas,
y dar a los demás mi risa o llanto
la misma sangre de mis venas, todo,
en la copa mirífica del canto,
hecha de gemas, de marfil o lodo;
y no dejar para mis labios nada;
y vivir, con el pecho dolorido,
para ver que al final de la jornada,
mi sepultura cavará el olvido
Hoy, llegue a la cumbre de los años,
ante la ruta que mis pies se extiende,
pongo los ojos, de terror, huraños;
¡mas exclama una voz: ¡sigue y asciende!
Mas ¿para qué, Señor? ¡Estoy enfermo!
¡Me consume el demonio del hastió!
¡Toda la tierra para mi es un yermo
donde me muero de cansancio y frió!
He abrevado mis ansias de sapiencia
en toda fuente venenosa o pura,
en los amargos pozos de la ciencia
y en el raudal de la literura

Poema de Juan Ramón Molina

EL AGUILA

Y el águila exclamó con voz terrible:
-En una cuenca informe
nací, en esta montaña inaccesible,
que fue tal vez la enorme
atalaya de rocas de granito
que a una raza de cíclopes sirviera
para explotar con su pupila fiera
la vacua infinidad de lo infinito.

Un pálido crepúsculo
-tímido heraldo del glorioso día-
Envolvió suavemente la nidada
donde mi vieja madre aletargada
con su robusto cuerpo me cubría.

Saqué llena de anhelos,
de bajo el ala tibia y protectora
la cabeza. En los cielos
donde quedaban de la sombra rastros,
iba apagando la rosada aurora
las temblorosas luces de los astros
con su soplo sutil. En ese instante
surgió, tras la muralla de los montes,
el nuevo sol, magnifico y radiante:
mientras que los corceles de la noche
huyendo por los claros horizontes,
desbocados e inciertos,
en el profundo foso del vacío,
heridos por mil flechas inflamadas,
se desplomaron muertos.

Mi madre, al despertar, abrió las alas
a una cresta bravía,
y allí, posada en ademán soberbio,
contempló con el ojo dilatado
aquel sol que subía
como un globo de púrpura incendiado.
A las grandes alturas
después tendió su vuelo,
cruzando sobre valles y llanuras,
siguiendo la enriscada cordillera
hasta perderse en el confín. Llegaba
el sol a la mitad de su carrera
cuando volvió a su nido de ramajes,
con un níveo cordero hecho pedazos,
dando gritos salvajes,
sacudiendo aletazos.

Luego crecí, volé con fuerzas
a las rocas cercanas;
después, valor cobrando,
volé a las yermas cúspides lejanas
que coronan gritando
las venerables águilas ancianas.
Y hoy ya lanzada sin temor al viento,
trazo en él espirales
y puedo en un momento
subir a las regiones celestiales;
y tiene tal audacia y tal aliento
mi poderoso vuelo vagabundo
que, ni siquiera un día
sin detenerse a descansar podría
darle la vuelta al mundo.

Mi aspecto es muy altivo:
el moño de mi testa se asemeja
el penacho guerrero
de un noble paladín. Un ojo vivo
y grande, bajo el arco de mí ceja,
se hunde lleno de luz. De fino acero
y con forma de gancho
es mi terrible pico,
firme y cortante, poderoso y ancho.
Mi cabeza marcial que el aire peina
es redonda, pequeña y bien formada;
me ciñe el cuello, cual si fuera reina
magnifico collar. Mis alas rudas
son dos alas tremantes
de plumas puntiagudas
compactas y brillantes,
que después de cubrir el atrevido
pecho que tengo, bajaran más breves
a resguardar mi torso que se ha hundido
en todas las entrañas y las nieves.
Son ásperos mis dedos. Y las uñas,
con que a la piel del que vencí me aferro
son hechas con el hierro
de las cotas y lanzas. Es leonado
mi espléndido color, mi ademán noble,
y me palpita un corazón osado
en un cuerpo más sólido que un roble.
La mirada del lince no es más fina
que la que amenazante
echo, sobre reptiles y cuadrúpedos
desde la cima del cenit radiante,
coronando de rayos. Si me poso
al borde de un peñón hendido a tajo,
y una invisible mano arranca al monte
una roca de cuajo
lanzándola al abismo, pongo atento
oído al rumor hondo,
y recojo el estrépito violento
que sube retumbando desde el fondo.

Después que atisbo a la confiada victima
que en el llano o en el árbol me provoca,
pliego el ala de súbito,
y más veloz que el rayo fulminante
caigo sobre ella, de rabia loca
hundiéndole las uñas. Aunque luche
por escaparse con esfuerzos vivos,
vencida y desmayada,
queda bajo mis dedos convulsivos
sujeta contra el suelo. La cabeza
con una garra sola
le oprimo con tesón. Abro las alas,
y apoyada en la base de mi cola
gozo escuchando el estertor. El ojo,
que la luz del espacio recogía,
se vuelve turbio y rojo
al bañárseme en sangre. Del pico abierto,
mientras dilata la hórrida agonía,
dejo salir mi lengua palpitante,
semejando una rígida tenaza
que la hoja deslumbrante
saca del fuego de la roja hornaza.

¡Nada me arredra! Si el destino adverso
me depara un encuentro peligroso
con una bestia montaraz y fiera,
me vuelvo más osada y más valiente,
hasta que me alzo victoriosa al cielo
llevándola en mis garras prisionera.

En las febriles épocas del celo
cuando cuida mi dulce compañera
del implume aguilucho, mi polluelo,
devasto el valle que mi vista abarca,
aterro los rebaños y pastores,
y al nido donde tengo mis amores
llevo el botín que cojo en la comarca.

Luego que en un festín de carne cruda
mi apetito he saciado,
cansada, triste y muda,
me voy a reposar sobre una roca
con el buche inclinado.
En las cálidas horas del estío,
en esas horas larga y terribles,
en que parecen que los pies caminan
sobre ascuas invisibles:
en que el sol encendido
va rompiendo las aguas luminosas
de un mar hirviente de metal fundido,
en que abre sudorienta
la tierra sus mil grietas, como bocas
enormes y sedientas
de un sorbo de agua. Cuando el tigre fiero
sestea en su cubil de la espesura
sin pensar en su instinto carnicero;
y abandonando el árido paraje
el antílope busca la frescura
del umbroso follaje
desbordante de savia y de verdura,
cuando el león acezando
retírase a sus cóncavas cavernas
donde la prole está, y allí acaricia
de su querida las velludas piernas
bramando de lujuria y de delicia
al contemplarla tan hermosa, entonces
voy a bañarme al anchuroso río
orlado de nenúfares y espumas,
humedeciendo en el cristal movible
mi clámide de plumas.

Y por la tarde, cuando el sol expira
tras su carrera basta
en su lecho de nubes y arreboles,
vuelvo al hogar, donde me aguarda siempre
mi compañera casta,
aquella que me quiere hace cien soles
con fiel cariño y con amor constante,
desde que pudo verme cierto día
vagando sobre cúspides errante.

En un pequeño quicio
junto a mi hogar, colgado
en las fauces de un hondo precipicio,
las alondras y oscuras golondrinas
sus nidos han formado
con las yerbas más suaves y más finas,
como buscando protección. Alegres
me siguen, si de pronto
en las mañanas tibias
al éter me remonto,
puro y azul, y mi regreso espían
cuando al fulgor postrero
del crepúsculo vuelvo a la montaña,
asomando las tiernas cabecitas
y metiéndolas luego en su agujero
para sacarlas otra vez. No temen
el poder de las águilas,
que no hacen de él alarde
en unos pajarillos infelices,
sino contra el cobarde
milano vil, que en la veraz campiña,
si devoramos una presa, a veces
quiere igualarse con nosotros, cuando,
dignos de su bajeza y su rapiña,
le tocan a él las despreciables heces,

Yo soy la imagen de la fuerza. Nadie
a mis dominios sube
sin que pague muy cara su osadía.
De un rápido aletazo
divido en dos la nube
cuando se atreve a importunarme. Un día
un cazador, oculto entre las breñas,
me disparo sus balas,
y con un solo golpe de mis alas
rodó aturdido por las duras peñas.
Si mi vuelo lo oprime,
el aire de la agreste cordillera
a mis costados gime
cediéndome lugar. Sin sacudidas
me elevo a los espacios audazmente,
con las alas tendidas
y con el cuello rígido.
las ráfagas,
vagabundas e inquietas,
sigué mi huella en turbas ladradoras,
como queriendo conocer conmigo
la cuna en que nacieron los planetas
en cendales magníficos de auroras.

El viejo invierno es el mejor amigo
que tengo por el cielo;
el viejo invierno que una ves al año
de su alcázar de hielo
sale crudo y huraño
y rompiendo los odres de los vientos,
y soltando los líquidos raudales,
cruza por los abismos siderales
ceñidos de relámpagos sangrientos.
Yo conozco las fraguas donde viven
los terribles Vulcanos del vacío
haciendo sus ensayos,
y envueltos en sus mantos –nubarrones
oscuros y andrajosos-
templan los haces de encendidos rayos
al compás de los truenos pavorosos.

Al ruido, los lejanos aquilones
como un tropel de fieras,
rugen desde el confín, los huracanes
despliegan sus fantásticas banderas,
óyense ayes profundos,
derrotados se escapan los vestiglos,
y parece otra ves que se repite
la gestación de los actuales mundos
en el oscuro seno de los siglos.
Al ígneo sol, a él mismo,
lo miré arrebujarse entre su manto,
pálido ya de espanto.
Huí entonces del abismo
ensordecido por aquella guerra,
como por el rumor estrepitoso
de una inmensa catástrofe…
La tierra
tiritaba de pánico y de frío.
y envuelta en la vorágine
de un gran viento bravío
que a su paso tronchaba
de las selvas los árboles gigantes,
llegué a amparar mi tímido polluelo,
en tanto que la sierra vacilaba
sobre su eterna base de diamantes
bajo la inmensa cólera del cielo.

Pero si la borrasca me echa al nido
y ante su ampuje cedo,
¿quien otro me ha infundido
el vergonzoso miedo?
El mar que a la ribera
sujetan con amarras,
ocultas ciegas e inmutables leyes,
no han intimidado mi arrogancia fiera
al azotarme con el furor de las garras
clavadas al peñón. La cruel pantera,
desde su bosque de bambúes frágil
en vano ruge para mí. Y el tigre
manchado, aleve y ágil,
nunca hundirá sus aceradas uñas
en mis carnes. El rudo
rinoceronte de pesados miembros,
de groseras pezuñas
y cuerno poderoso,
no puede echarse sobre mí. Ni el oso
ni el león melenudo,
el rey de los mamíferos feroces,
que asorda con el trueno de sus roncas
y prolongadas voces
el bosque virgen y las cuevas broncas.

Si ellos rugen, yo grito;
si ellos guardan la selva, yo los montes
de entrañas de granito,
los vastos horizontes,
el grandioso infinito.
Si un áspero pelaje
les envuelve la piel, y con furioso
ademán mueven la melena hirsuta,
yo tengo mi plumaje
y mi penacho airoso.
No les envidio la apartada gruta
que tienen en los bosque seculares,
ni sus garras retractiles,
ni sus robustos flancos,
ni sus recios y elásticos ijares,
ni los sutiles trancos,
ni sus hijuelos, ni su joven hembra
que al vagar por cañadas y por cauces
ebria de amor, las fauces
abre gimiendo y el espanto siembra.
Por que en las altas rocas escabrosas
un nido tengo. Por que son mis garras
como las de ellos; y al costado mío
jamás hundirse pudo
la envenenada punta de los dardos
como si fuera un resistente escudo
Porque si tienen círculos de dientes,
yo tengo un pico corvo y acerado
en que han agonizado
retorciéndose en vano mil serpientes.

Y en cambio ¿Quién ostenta
esta movible cauda,
este firme timón en que confío
para lanzarme al piélago bravío
de la oscura tormenta?
¿Quién tiene el ala más potente y rauda
que el ala que yo pongo en movimiento
para cruzar el viento,
para azotar la gigantesca tromba
que como cono hacia los cielos sube
del irritado abismo de los mares,
como si Dios, oculto en una nube,
tirara de la red de grandes olas
donde se agitan monstruos a millares?
¿Quién tiene esta pupila irresistible
que al espacio sin límites se tiende
fulgurante y terrible,
que es igual a una llama,
si la salvaje cólera la enciende
o si el amor la inflama:
que percibe –al cernerse al medio día bajo los cielos altos-
el vaivén de una rama,
el corderillo en la florida loma,
de la liebre los saltos
y el volar de una candida paloma.
Que en la serena noche despejada,
de estrellas rutilantes coronada,
mira brillar a Marte
en el fondo del claro firmamento
como si fuera un ojo
fijo, enorme y sangriento?

Jove, que fue el señor de la ancha esfera,
me destinó, en decretos inmortales,
a ser su mensajera,
a conducir los rayos celestiales,
y al quedar para siempre desolado
su hermoso cielo, de esplendores lleno,
al extinguirse en el azul sagrado
la alegre carcajada de los dioses
y el olímpico trueno,
triste vagué en el clamoroso espacio
por misteriosas fuerzas sacudido,
y fui a formar mi inaccesible nido
más allá de las cúspides del Lacio.

Yo de la humanidad civilizada
miré el día primero
deslizarse tranquilo,
y he conocido el báculo de Homero
y la calva de Esquilo.
Yo soy hermana de los genios. Ellos,
con su numen ardiente,
vuelan también a la región del cielo
a libar con anhelo en la copa del éter transparente
de la alma luz.
Yo soy el ave noble
el ave de la gloria,
que los guerreros rudos
conducen como nuncio de victoria.

Yo estoy en los escudos
donde se embotan las espadas fieras,
en los cascos de bronce,
en las sacras banderas.

Yo soy la reina de las aves. Todas,
desde aquella que entona sus cantares
en la verde arboleda,
hasta el petrel que sin temores rueda
sobre el lomo encrespado de los mares,
del huracán bajo la cruda saña,
sujétanse a mi inmenso poderío;
mi trono es la montaña
y mi reino el vacío.
Yo soy emblema del valor. ¿Quién puede
intimidarme alguna vez? ¿Qué obstáculo
ante mi vuelo triunfador no cede?
¡Nadie mi libre voluntad sujeta!
El hombre, ese verdugo,
que dice ser el dueño del planeta,
no me ha impuesto su yugo¡
¿Qué leyes obedezco? ¿Qué ominoso
poder mis fieros ímpetus dirige?
En la tierra y el mar, ¿Quién mas pujante?
Ni el que los orbes inflamados rige
con su cetro gigante
puede causar al águila un desmayo!
¡No puede ni Dios mismo…!

Calló el ave blasfema…
En ese instante
un indignado y repentino rayo,
hecha cadáver la arrojo al abismo
en espantosa rotación. El trueno,
de pavorosas amenazas lleno,
bramó desde el confín del horizonte:
y un negro nubarrón que descendía,
una lagrima fría
vertió sobre la cúspide del monte!

“Quien escribió este poema, Águila el mismo debe de ser”

Emilio Castelar

Político y Orador Español

lunes, 3 de marzo de 2008

Cabañas Rechaza la Pension Vitalicia

Una carta de cabañas
NOBLE RASGO




San Salvador; junio 30 de 1851




Señor Ministro General del Supremo Gobierno del Estado de Honduras.

Tuve la satisfacción de recibir la muy estimable nota de U. de 5 del que expira, en que se sirve insertar el decreto que el 31 del próximo pasado mayo se digno emitir el Cuerpo Legislativo, concediéndome durante mi vida el sueldo correspondiente a mi grado, y la mitad a mi viuda, madre o hijos legítimos, si los hubiese en el fallecimientos.
Al imponerme de ese rango de distinción y generosidad con que me han honrado y favorecido las Cámaras, me he sentido penetrado de la más viva gratitud, e influido por ella y por el vehemente deseo de dar testimonio del alto aprecio con que veo las decisiones de los dignos representantes del pueblo, aceptaría sin vacilar aquella gracia; pero me determina a renunciarla las consideraciones siguientes. En primer lugar: todos los ciudadanos tenemos la estrecha obligación de ser útiles a la patria, y defenderla cuando se ve amenazada de algún peligro: y, cuando hemos tenido ocasiones de prestarle algún servicio señalado no hemos hecho más que llenar nuestro deber. Si mis constantes esfuerzos en defender las instituciones democráticas, la libertas e independencia de mi país, han podido llamar la atención de mis conciudadanos, ellos por el órgano de sus apoderados me han dado ya el más lisonjero galardón en el decreto de 11 mayo, que me condecora con el titulo de soldado de la patria; declarando que es un premio más que suficiente por los servicios que yo haya prestado, y que deja mi ambición superabundantemente satisfecha, no siendo después de eso dable que acepte una pensión. También me impulsa a renunciarla la idea de que los enemigos del orden que siempre están en acecho de cuantos pasos dan los defensores de los derechos populares, para desvirtuarlos, no dejarían de levantar el grito, ya inculpando a las cámaras por su benevolencia hacia mi, ya calumniando mis intenciones, interpretando mis acciones siniestramente, como hijos de miras interesadas en que el egoísmo calculista hubiera cifrado su futuro bienestar. No olvido tampoco el estado deficiente en que se haya el erario publico; y yo, que desearía tener cuantiosas riquezas que suministrarle, a fin de que cubriese tantas y tan importantes atenciones a que no es posible acudir por falta de medios, ¿Cómo había de querer aumentar sus apuros gravándolo con aceptar una pensión?.

Asi es que la renuncio formalmente, Sírvase U., señor Ministro, elevar estas rúpidas indicaciones al conocimiento de señor Presidente, suplicándole se digne, en su oportunidad, transmitirlas a las Cámaras, significándoles mi eterno reconocimiento por las inequívocas muestras de estimación con que me han honrado.

Con sentimiento de la mayor consideración, me suscribo de U. muy atenta servidor.


Trinidad Cabañas

Memorias de Froylan Turcios




MEMORIAS DE FROYLAN TURCIOS

Año duro y difícil fue para mí el de 1910. Señalado como enemigo acérrimo del gobierno, en todo negocio en que intervine me hizo fracasar la hostilidad presidencial. Serían incontables las demostraciones de animadversión de que fui objeto.

Articulo tomado de este libro en el numero 150

Por una cuenta de papel de periódico debía trescientos pesos a don Nicolás Cornelsen. Abrumado por sus incesantes cobranzas, le expliqué mi situación, solicitándole me concediera dos meses para cancelar dicha suma. Accedió a ello. Considerábame, por el momento, libre de esa inquietud cuando, tres días después, me entregaron en la calle una nota de aquel señor, apremiándome para el pago inmediato de mi deuda. Amargado por un proceder tan ruin y deseando a todo trance concluir con las exigencias de mi agresivo acreedor, entré en la tienda de UHLER en busca de don César Clámer. Estaba trabajando en su escritorio. Le abordé, explicándole el caso.

-Nunca antes he pedido dinero prestado -le dije.

No me dejó terminar. Con gesto afectuoso, tirando de una gaveta, mostróme un rollo de billetes de cien pesos.

-Tome los que guste. Y créame que tengo un vivo placer en servirle.

-Son esos trescientos pesos los que necesito.

Me los entregó, añadiendo:

-Recurra a mí si se ve en otro apuro.

Al poner, minutos después, en manos de Cornelsen aquellos billetes, le referí cómo los obtuve, comparando su sordidez con la caballerosa generosidad de su compatriota.

Cancelé materialmente el oportuno préstamo. Pero le estoy siempre agradecido a don César por la forma delicada con que procedió al hacérmelo.

Quede aquí su nombre unido a este recuerdo.

sábado, 23 de febrero de 2008

JOSÉ SANTOS GUARDIOLA

MAGICIDIO





(Del lat. magnus, grande, y -cidio).
Muerte violenta dada a persona muy importante por su cargo o
poder.









Guardiola amigo de los ingleses


El Presidente Guardiola tenía buenas relaciones con Inglaterra. Por eso, este país, interesado también en la concesión ferrocarrilera, decidió devolverle al gobierno las Islas de la Bahía y el territorio de la Mosquitia el 28 de noviembre de 1859 cuando se firmo el “Tratado Wyke-Cruz”. Según dicho documento, el gobierno se obligaba a establecer la libertad de culto protestante en las referidas islas, lo que provocó la ira del vicario Miguel Del Cid, quien excomulgo a Guardiola el 26 de Diciembre de 1860 y este respondió expulsándolo del país. Tal hecho produjo lo que se conoce en la historia de Honduras como la “Guerra de los Padres”.

José Santos Guardiola como amigo de los ingleses combatió intransigentemente a William Walker. Su estrecha amistad con Rafael Carrera motivó una conjura desde El Salvador para asesinarlo.

Los referidos problemas y contradicciones entre El Salvador y Guatemala, de cuyo presidente se enorgullecía Guardiola ser muy amigo, llevaron a que al amanecer del 11 de enero de 1862 fuera víctima de matones infiltrados en su guardia personal.

El maestro Esteban Guardiola, sobrino del ex-presidente, escribió una biografía de él, titulada “Vida y Hechos del General Santos Guardiola”, en la que da detalles del magnicidio. Allí informa que el hecho se tramó en El Salvador, con la participación intelectual de los liberales Gerardo Barrios y Victoriano Castellanos. Estos lograron atraerse, mediante el pago de una fuerte cantidad, al mayor de Plaza del Cuartel principal de Comayagua, Pablo Agurcia. La noche anterior al asesinato mandó a cambiar la Guardia de Honor del Presidente Guardiola. Los asesinos fueron seleccionados de entre salvadoreños muy conocidos, entre ellos Cesáreo Aparicio, Lucio Mónico, Nicolás Romero, Juan Antonio Pantoja, Pedro Amador y Miguel Juanes. Varios de estos resultaron detenidos y ejecutados en el acto. Otros pasaron por un consejo de guerra y fueron fusilados el 10 de febrero de 1862. La acción, como queda dicho, se efectuó al amanecer del sábado 11 de enero de ese año.

La costurera de Palacio, Aniceta Lemus, le advirtió a la esposa del General Guardiola, doña Anita Arbizú, la actitud sospechosa de la nueva guardia,
llenándola de temor y malos presagios. Uno de los conjurados, Cesáreo Aparicio, tocó la puerta donde vivía Guardiola, y al abrir éste la puerta, contra la voluntad de su esposa doña Ana Arbizú, le disparó con su carabina en el abdomen.

Guardiola al sentirse herido, arrebató a Cesáreo Aparicio la bayoneta de la carabina, pero no pudiendo ya sostenerse de pie, cayó al suelo y principió a agonizar en brazos de su hija Guadalupe. Como Aparicio oía todavía algunas voces del moribundo, tomó un puñal para terminar su obra, pero la víctima le dijo: “Basta, ya no es necesario”. El General José Santos Guardiola murió a la edad de 46 años. Tres hechos importantes, entre otros, marcaron su vida y su gobierno:

1. El odio acérrimo contra Francisco Morazán y su amistad con el dictador guatemalteco Rafael Carrera
2. La expulsión de los filibusteros de Centroamérica y el fusilamiento de William Walker en la ciudad de Trujillo.
3. La devolución de los ingleses a Honduras de las Islas de la Bahía y el territorio de la Mosquitia mediante el tratado WYKE-CRUZ.

Guardiola esta sepultado en la Catedral de Tegucigalpa, a donde fueron conducidos sus restos, por solicitud de los familiares

La Ahorcancina de Olancho








LA “AHORCANCINA" DE OLANCHO


El período de Guardiola fue terminado por el Vicepresidente Victoriano Castellanos, enemigo de Carrera y, por tanto, no simpático a los ingleses.

Como producto de las elecciones que hubo para sustituir a Castellanos, el 15 de febrero de 1864 tomó posesión de la Presidencia José María Medina, ultra conservador, amigo también de Rafael Carrera. Al poco tiempo de asumir el mando, Medina tuvo que enfrentarse a una insurrección de campesinos inconformes dirigidos por Francisco Zavala y Bernabé Antúnez. El Mandatario, como era su costumbre en estos casos, se apresuró a reprimirlos de una manera feroz, dando lugar a lo que la historia designa como la “AHORCANCINA DE OLANCHO", ocurrida en mayo de 1864.
Los datos son los siguientes:
500 ahorcados,
200 fusilados y
600 familias expulsadas de la zona.

El historiador Medardo Mejía se ha referido in extenso a este brutal episodio en diversas obras, entre ellas su "Historia de Honduras", Allí expresa que la estrategia seguida por Medina en la represión de los campesinos de Olancho fue la de "TIERRA ARRASADA": matar a los hallados culpables y destruir a pueblos enteros.



MUERTE DE JOSÉ MARÍA MEDINA
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El 15 de febrero de 1876 se firmó en Chingo el conve­nio entre los gobiernos de Guatemala y El Salvador con Marco Aurelio Soto para que se hiciera cargo de la Presidencia de Hondu­ras.

El propio Soto manifes­tó, según el mismo documento, "estar deseoso ardiente­mente de servir a Honduras, su patria, en las aflictivas circunstancias en que se encuentra”.

Declarado este apoyo hacia Soto de parte de Guatemala y El Salvador, al Presidente provisional de Honduras en ese entonces, José María Medina, no le quedó otro recurso que llamar a Soto para que ocupara el cargo y dirigiera la celebración de elecciones. Con ese fin, José María Medina emi­tió un decreto especial el 21 de agosto de 1876, en el que, al renunciar al cargo, decía que "la República no puede estar acéfala porque sería entregarla a los horrores de la anarquía; y que para que cese este peligro, es necesario que se haga cargo del gobierno un ciudadano que por sus lu­ces y patriotismo sea digno de ponerse al frente de los des­tinos de los hondureños; y que estas cualidades las reú­ne el señor Licenciado Don Marco Aurelio Soto".

Como era natural, los reformadores del 76, aun cuan­do se proponían un plan de simple modernización, en­contraron dura resistencia de parte de quienes se aprove­chaban del predominio de las relaciones semifeudales en la estructura económico política establecida.

Durante el mes de julio de 1877 se descubrió una conspiración en San­ta Rosa de Copán, en la que poco después resultó involu­crado el ex-Presidente José María Medina, "decano de nuestros bandoleros políticos", según frase de Adolfo Zúniga. Medina fue capturado en diciembre de dicho año y, después de un proceso sumario, se le pasó por las armas.
Don Marco Aurelio Soto y su Esposa